Estos últimos días he sido testigo de
varias historias dignas de película, no precisamente de humor.
Historias en las que se han visto envueltas personas muy cercanas a
mí, y a las que yo he asistido con una perfecta cara de incredulidad
e incomprensión. Conversaciones que empiezan con el 'Ey tía qué
tal' de siempre, y acaban dejándome sin palabras, con ojos como
platos y ganas de echar a correr.
Y digo yo, en qué momento el mundo nos
hizo esto. Eh, ¿cuándo? Y lo pregunto cabreada, ojo, porque a mí
nadie me pidió permiso. Nadie me preguntó si quería abandonar esa
zona de apacible estupidez en la que vivía, con mis estúpidos y
gravísimos problemas de adolescente/ya-no-tan-adolescente en los que
se me iba la vida y que sin duda eran tan originales que los podía
oír en boca de cualquiera de mi alrededor, con otra forma, otro
color, pero iguales. Problemas simples que acarrean disgustos
simples, para los que tus amigas ofrecen consejos adecuados y, sobre
todo, simples. Brillante.
Pero sin embargo ¡zasca!, llega un día
en el que tras el 'qué tal' habitual, sólo aciertas a abrir más y
más los ojos, y te dices a ti misma 'María, cambia esa cara, haz
como si no estuvieses flipando en estos momentos'. Pero nada, te
quedas con cara de circunstancia, o de tonta, según se mire,
mientras la historia avanza, y tú rebuscas entre el repertorio
habitual de consejos y no encuentras ni uno sólo que tenga algo de
sentido en esta situación. Venga hombre, algo podrás decir, seguro
que hay algo adecuado. Pero no, porque es la primera vez en tu vida
que te cuentan algo tan cercano y tan complicado, y lo único que te
ronda en la cabeza es '¿pero esto está pasando de verdad?'.
Y llega el día siguiente, y otra
persona te cuenta otra historia, y piensas hoy lo hago bien, pero no,
tampoco, strike 2. Segundo momento no-me-lo-puedo-creer del fin de
semana. Y de nuevo frases tan inteligentes como '¿me lo estás
diciendo en serio?', 'estoy alucinando' o 'no sé ni que decirte'.
Esta última espectacular.
Pero entonces aparece mi yo racional,
que intenta buscar una explicación al hecho de no haber conseguido
construir una frase coherente en todo el fin de semana, y dice a ver,
no puede ser que te hayas vuelto muda de golpe, con lo que tú eras,
con lo bien que se te ha dado siempre dar consejos (que por supuesto
nunca seguirás llegado el caso), qué está pasando. Y empiezas a
rebobinar, y a mirar hacia atrás, a las conversaciones de los
últimos tiempos, a las decisiones de tus amigos, a las novedades, y
sin ser tan... excéntricas como estas últimas, te das cuenta de que
abarcan temas tan habituales como poco simples, como hipotecas,
alquileres, despidos, cambios de países, y a veces hasta niños.
¡Niños!
¿Qué ha pasado exactamente? ¿Nos
hemos hecho mayores, así, sin más?
Como último recurso,
siempre podemos recurrir a la rabieta, ¿por qué? ¿por qué nos ha
tenido que pasar esto precisamente a nosotros? Que éramos tan
simpáticos, tan guapos, tan inocentes, tan infelices (y a veces
hasta felices) en nuestra simplicidad. Cuándo, exactamente en qué
momento se complicó todo tanto, cuándo la solución a los problemas
dejó de depender de nosotros, cuándo se nos fue de las manos...
Aunque no lo parezca, suspiro
desconsolada, esto no me ha pillado de nuevas, ya llevaba un tiempo
sospechando la guarrada que la vida nos estaba haciendo. Supongo que
en algún momento mi cabeza se adaptará a este nuevo estado, y seré
capaz de cambiar de alguna forma los
consejos-simples-para-problemas-simples por
consejos-no-tan-simples-para-problemas-complicadísimos, pero a la
espera de ese día, mientras se mantiene mi bloqueo mental, quiero
expresar mi más sincera indignación ante esto en lo que nos han
convertido, esto que nos han hecho, sin consultar siquiera.
Estas
cosas se avisan.