El día que mi amiga emigró el mundo
no dejó de girar. Ninguna multitud gritando, ningún drama
generalizado, ninguna tormenta que acabase con todo. Sólo la
tristeza anónima de su familia y sus amigos, que la vieron marcharse
entre lágrimas y abrazos, con un montón de frustraciones y
esperanzas en la maleta, y con la resignación de estar haciendo lo
único que se puede hacer.
Y mi rabia. La rabia de alguien que
nunca pensó que escribiría algo que empezase con una frase así, la
de una ingenua que se creyó el cuento de tú estudia y prepárate,
que así tendrás un buen trabajo y el futuro que quieras.
Pero no. En este país no hay nada de
eso. Éste es un país en el que idolatramos a deportistas y a
parásitos que sólo saben vender su imagen en la televisión. Es un
país en el que pagamos sueldos millonarios a estafadores y
protegemos a corruptos, en el que día a día tenemos que ver como un
determinado sector de la sociedad gana poder a costa de la gente de a
pie, en el que encima tenemos que aguantar cómo se ríen de nosotros
en nuestra cara, cómo nos piden sacrificios, cómo nos cargan con
una culpa que no es nuestra. Nos piden que aguantemos, que cobremos
menos, que paguemos más. Ése es mi país. Un país en el que hay
lugar para todas esas cosas, pero no para mi amiga, ni para miles de
jóvenes que emigran cada día. Porque nosotros no queremos a esta
gente, no, para qué. Para qué íbamos a querer a jóvenes altamente
formados, pudiendo traer mafiosos. Para qué jóvenes que quieren un
futuro aquí, que están dispuestos a formar parte activa de esta
sociedad, que quieren ayudar. No los necesitamos. Que se vayan.
Que se vayan porque aquí no les
queremos ofrecer lo que necesitan. Porque quizá fuera lo encuentren.
Y porque si hemos construido un país en el que toleramos esto, nos
merecemos quedarnos aquí solos, echando de menos. A hijos, hermanos,
amigos. Porque somos jóvenes, y da igual lo que nos pase, siempre el
espíritu aventurero por delante. Pues no. Algunos quieren irse, sí,
pero la gran mayoría no. No somos unos intrépidos, ni nos emociona
irnos lejos. No queremos pasar página y dejar nuestra vida atrás.
No somos aventureros, somos las principales víctimas de esta estafa.
Pero no las únicas. También están esas otras personas que, como
mis padres, llevan trabajando sin descanso desde que apenas eran unos
niños, primero porque sus padres lo necesitaban, y luego porque lo
hacían sus hijos. Para darles la oportunidad de estudiar, de
disfrutar de su juventud, de tener una vida mejor. ¿Y para qué?
Toda la vida sacrificándose por unos hijos a los que ahora ven
emigrar sin remedio, igual que tuvieron que hacer sus padres.
Personas que se tragan su rabia y su miedo y les llevan al
aeropuerto, les abrazan, les obligan a prometer que volverán. Mi
generación ha sido totalmente estafada, pero la de ellos también.
Mi amiga se ha ido. Y le va a ir genial
en su nuevo país. En ése y en cualquier otro. Porque es una gran
persona y una gran profesional. Y porque no tiene miedo, o si lo
tiene, lo disimula. Yo estoy muy orgullosa de ella, y de todos esos
jóvenes que se han atrevido a dar ese paso, no porque se estuviesen
muriendo de hambre, sino porque tienen derecho a algo mejor.
Cuando salí del aeropuerto, tras
despedirme de mi amiga por enésima vez, hacía mucho frío. Todo
estaba gris, o al menos a mí me lo parecía. La gente del tren no
parecía darse cuenta de lo que a mí me había costado despedirme de
ella. El mundo no se paró, pero mi cabeza gritaba. Gritaba de rabia
y de indignación. De vergüenza ante un país que nos echa. Y porque
si de verdad el sitio en el que vivo es así, yo no estoy segura de
querer seguir en él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario