lunes, 18 de noviembre de 2013

Historias para no dormir

Estos últimos días he sido testigo de varias historias dignas de película, no precisamente de humor. Historias en las que se han visto envueltas personas muy cercanas a mí, y a las que yo he asistido con una perfecta cara de incredulidad e incomprensión. Conversaciones que empiezan con el 'Ey tía qué tal' de siempre, y acaban dejándome sin palabras, con ojos como platos y ganas de echar a correr.

Y digo yo, en qué momento el mundo nos hizo esto. Eh, ¿cuándo? Y lo pregunto cabreada, ojo, porque a mí nadie me pidió permiso. Nadie me preguntó si quería abandonar esa zona de apacible estupidez en la que vivía, con mis estúpidos y gravísimos problemas de adolescente/ya-no-tan-adolescente en los que se me iba la vida y que sin duda eran tan originales que los podía oír en boca de cualquiera de mi alrededor, con otra forma, otro color, pero iguales. Problemas simples que acarrean disgustos simples, para los que tus amigas ofrecen consejos adecuados y, sobre todo, simples. Brillante.

Pero sin embargo ¡zasca!, llega un día en el que tras el 'qué tal' habitual, sólo aciertas a abrir más y más los ojos, y te dices a ti misma 'María, cambia esa cara, haz como si no estuvieses flipando en estos momentos'. Pero nada, te quedas con cara de circunstancia, o de tonta, según se mire, mientras la historia avanza, y tú rebuscas entre el repertorio habitual de consejos y no encuentras ni uno sólo que tenga algo de sentido en esta situación. Venga hombre, algo podrás decir, seguro que hay algo adecuado. Pero no, porque es la primera vez en tu vida que te cuentan algo tan cercano y tan complicado, y lo único que te ronda en la cabeza es '¿pero esto está pasando de verdad?'.

Y llega el día siguiente, y otra persona te cuenta otra historia, y piensas hoy lo hago bien, pero no, tampoco, strike 2. Segundo momento no-me-lo-puedo-creer del fin de semana. Y de nuevo frases tan inteligentes como '¿me lo estás diciendo en serio?', 'estoy alucinando' o 'no sé ni que decirte'. Esta última espectacular.
Pero entonces aparece mi yo racional, que intenta buscar una explicación al hecho de no haber conseguido construir una frase coherente en todo el fin de semana, y dice a ver, no puede ser que te hayas vuelto muda de golpe, con lo que tú eras, con lo bien que se te ha dado siempre dar consejos (que por supuesto nunca seguirás llegado el caso), qué está pasando. Y empiezas a rebobinar, y a mirar hacia atrás, a las conversaciones de los últimos tiempos, a las decisiones de tus amigos, a las novedades, y sin ser tan... excéntricas como estas últimas, te das cuenta de que abarcan temas tan habituales como poco simples, como hipotecas, alquileres, despidos, cambios de países, y a veces hasta niños. ¡Niños!

¿Qué ha pasado exactamente? ¿Nos hemos hecho mayores, así, sin más? 
Como último recurso, siempre podemos recurrir a la rabieta, ¿por qué? ¿por qué nos ha tenido que pasar esto precisamente a nosotros? Que éramos tan simpáticos, tan guapos, tan inocentes, tan infelices (y a veces hasta felices) en nuestra simplicidad. Cuándo, exactamente en qué momento se complicó todo tanto, cuándo la solución a los problemas dejó de depender de nosotros, cuándo se nos fue de las manos...

Aunque no lo parezca, suspiro desconsolada, esto no me ha pillado de nuevas, ya llevaba un tiempo sospechando la guarrada que la vida nos estaba haciendo. Supongo que en algún momento mi cabeza se adaptará a este nuevo estado, y seré capaz de cambiar de alguna forma los consejos-simples-para-problemas-simples por consejos-no-tan-simples-para-problemas-complicadísimos, pero a la espera de ese día, mientras se mantiene mi bloqueo mental, quiero expresar mi más sincera indignación ante esto en lo que nos han convertido, esto que nos han hecho, sin consultar siquiera. 
Estas cosas se avisan.

miércoles, 23 de octubre de 2013

La victoria

"Primero fue la ropa. Sacó todas las prendas del armario, las apiló cuidadosamente, y las distribuyó en cuatro bolsas de basura. Cuando arrojó la última al contenedor, sintió que una pequeña parte de su angustia se desvanecía. Animado por este descubrimiento, decidió hacer lo mismo con todos sus aparatos electrónicos, y tiró el móvil, el ordenador, la tele. Cuando ya no quedó ninguno, se sintió aún un poco mejor. Entonces continuó con los muebles, con las fotografías, con los libros. A medida que llenaba los contenedores de basura, su casa se vaciaba, y más se reafirmaba él en su decisión. Cuando no quedó nada en el piso, supo que estaba muy cerca de la victoria. Sólo quedaba asestar el golpe definitivo. Bajó a la calle, caminó hasta la alcantarilla más próxima, y tiró las tarjetas de crédito y el poco dinero que llevaba encima. Cogió el llavero, lo miró una última vez, y lo arrojó. Cuando un sonido metálico le indicó que sus llaves habían llegado al fondo, supo que se había terminado. Era libre. No más noches sin dormir pensando si el siguiente sería el día. Podían venir cuando quisiesen, él ya no tenía nada. Cuando le llegó aquel primer aviso, se juró a sí mismo que nunca le entregaría su casa a un banco. Echó a caminar. Quizá se la quedarían, pero ya no le importaba, ya no era suya. Él ya no podía perder nada. Había ganado."

jueves, 30 de mayo de 2013

Generación Skype

El día que mi amiga emigró el mundo no dejó de girar. Ninguna multitud gritando, ningún drama generalizado, ninguna tormenta que acabase con todo. Sólo la tristeza anónima de su familia y sus amigos, que la vieron marcharse entre lágrimas y abrazos, con un montón de frustraciones y esperanzas en la maleta, y con la resignación de estar haciendo lo único que se puede hacer.
Y mi rabia. La rabia de alguien que nunca pensó que escribiría algo que empezase con una frase así, la de una ingenua que se creyó el cuento de tú estudia y prepárate, que así tendrás un buen trabajo y el futuro que quieras.

Pero no. En este país no hay nada de eso. Éste es un país en el que idolatramos a deportistas y a parásitos que sólo saben vender su imagen en la televisión. Es un país en el que pagamos sueldos millonarios a estafadores y protegemos a corruptos, en el que día a día tenemos que ver como un determinado sector de la sociedad gana poder a costa de la gente de a pie, en el que encima tenemos que aguantar cómo se ríen de nosotros en nuestra cara, cómo nos piden sacrificios, cómo nos cargan con una culpa que no es nuestra. Nos piden que aguantemos, que cobremos menos, que paguemos más. Ése es mi país. Un país en el que hay lugar para todas esas cosas, pero no para mi amiga, ni para miles de jóvenes que emigran cada día. Porque nosotros no queremos a esta gente, no, para qué. Para qué íbamos a querer a jóvenes altamente formados, pudiendo traer mafiosos. Para qué jóvenes que quieren un futuro aquí, que están dispuestos a formar parte activa de esta sociedad, que quieren ayudar. No los necesitamos. Que se vayan.

Que se vayan porque aquí no les queremos ofrecer lo que necesitan. Porque quizá fuera lo encuentren. Y porque si hemos construido un país en el que toleramos esto, nos merecemos quedarnos aquí solos, echando de menos. A hijos, hermanos, amigos. Porque somos jóvenes, y da igual lo que nos pase, siempre el espíritu aventurero por delante. Pues no. Algunos quieren irse, sí, pero la gran mayoría no. No somos unos intrépidos, ni nos emociona irnos lejos. No queremos pasar página y dejar nuestra vida atrás. No somos aventureros, somos las principales víctimas de esta estafa. Pero no las únicas. También están esas otras personas que, como mis padres, llevan trabajando sin descanso desde que apenas eran unos niños, primero porque sus padres lo necesitaban, y luego porque lo hacían sus hijos. Para darles la oportunidad de estudiar, de disfrutar de su juventud, de tener una vida mejor. ¿Y para qué? Toda la vida sacrificándose por unos hijos a los que ahora ven emigrar sin remedio, igual que tuvieron que hacer sus padres. Personas que se tragan su rabia y su miedo y les llevan al aeropuerto, les abrazan, les obligan a prometer que volverán. Mi generación ha sido totalmente estafada, pero la de ellos también.

Mi amiga se ha ido. Y le va a ir genial en su nuevo país. En ése y en cualquier otro. Porque es una gran persona y una gran profesional. Y porque no tiene miedo, o si lo tiene, lo disimula. Yo estoy muy orgullosa de ella, y de todos esos jóvenes que se han atrevido a dar ese paso, no porque se estuviesen muriendo de hambre, sino porque tienen derecho a algo mejor.


Cuando salí del aeropuerto, tras despedirme de mi amiga por enésima vez, hacía mucho frío. Todo estaba gris, o al menos a mí me lo parecía. La gente del tren no parecía darse cuenta de lo que a mí me había costado despedirme de ella. El mundo no se paró, pero mi cabeza gritaba. Gritaba de rabia y de indignación. De vergüenza ante un país que nos echa. Y porque si de verdad el sitio en el que vivo es así, yo no estoy segura de querer seguir en él.